«El miedo es una reacción y el coraje una decisión»
¿Cómo no adorarlo?
No me he vuelto loca. Solo llevo muchos años conviviendo con los míos y entendiendo los miedos de los demás.
Ojalá entendamos de una vez que forma parte de todos nosotros, y que además, puede ser un regalo de la naturaleza.
A mí me ha hecho quedar en blanco en medio de presentaciones de proyectos, reuniones de padres, ha conseguido dejarme sin voz en una conversación importante, decir algo inapropiado por no mostrar mi temor. Me hace correr en dirección diametralmente opuesta a la que quiero. E incluso hace que mi cara se ponga roja cuando alguien me mira, me señala o me pregunta en público (sobretodo cuando Dani se da la vuelta para comprobar que efectivamente me estoy poniendo como un tomate). Gracias a él, después de más de treinta años he aprendido a descojonarme de mí misma en esas situaciones. Y ni siquiera lo sabe. Prometo decírselo mañana.
Pero lo peor del miedo es que adoptarlo nos impedía tomar decisiones que a simple vista parecen fáciles. Por suerte, he utilizado un verbo en pasado. Y además, en plural. Y no se trata solo de un deseo.
El miedo es uno más en mi familia. Entre todos le hemos hecho un hueco en casa. Y a veces agradezco su compañía, pero de ninguna manera quiero que se instale en el sofá… y mucho menos en la cama, cuando se trata de planificar y conquistar sueños.
Pero no me avergüenzo de él; al contrario, se ha convertido en un buen compañero de vida, porque me marca pautas y ha conseguido aplacar mi terrible temperamento para moverme con más pausa. La gente a mi alrededor lo ve como un monstruo que ocultar, con vida propia. Pero no. La experta en cualquier miedo posible, ha aprendido que no hay miedo que no se afronte y se supere.
Adopta muchas vestiduras: miedo al rechazo, a que no te quieran, de ser considerado alguien inferior, a la enfermedad, a la vida, a ser engañado, a la soledad, a arriesgar. Miedo a fracasar, a perder el trabajo, a no dar la talla, a que nos pueda pasar algo (aunque no nos pase nada). Incluso, aunque parezca increíble, tenemos miedo de la mismísima felicidad.
Esos son los miedos de los adultos. Miedos mucho menos interesantes que los miedos de los niños. Cómo vamos a comparar el miedo a la oscuridad, a los ruidos duros, al hombre del saco, a un monstruo o a que alguien entre en tu habitación en plena noche. Los miedos de los niños tienen que ver con la propia supervivencia, y a mi entender esos miedos tienen sentido. Sin embargo, la mayoría de los miedos de los «adultos» tienen que ver con la insignificante opinión de la gente, con el temor a romper una imagen idealizada que por supuesto no existe. Miedo a fracasar. Pero piénselo bien, puede que el fracaso ni siquiera exista.
Pero lo genial de todo esto es que, sin duda, el miedo es un bendito regalo que nos da la oportunidad de enfrentarnos a nosotros mismos. Nada como un miedo para ponernos a prueba. Y ninguna satisfacción en esta vida como superarlo.
Actuar a pesar del miedo se puede convertir en una poderosa herramienta a tu favor.
Y ya que estamos desenmascarando nombres, Pablo me decía que ser valiente significa hacer algo aunque te mueras de miedo. Y solo tiene 13 años. Estoy segura de que lo aprendió de sus padres.
Mañana con suerte, entregaré un «panetone» a dos «personitas» que para mí significan un ejemplo a seguir en cuanto a superar miedos (de los racionales, que son los peores).
Si ellos han podido hacerlo tan bien (y además conseguir el objetivo), estoy segura de que cualquiera podría afrontarlos igualmente.
Pero pena me da de los cobardes, que se entregan y sucumben a su presencia, presas del pánico, presos de la opinión pública o la pereza. Lástima da que corran el riesgo de destruirse, empezando por lo que más aman, y terminando consigo mismos.
Pero hoy, después de muchas cosas, el coraje, el valor, el triunfo… el éxito, tiene sabor a panetone.