Re…siliencia: re…galos que te da la vida.

Es durante nuestra peor caída cuando morimos o aprendemos a volar. – Sira Masetti

Mi madre suele decirme que cuando una puerta se cierra, otra mejor se abrirá. Y como ya sabemos, las madres (casi) siempre tienen razón.

Las puertas cerradas nos permiten irnos del lugar, nos liberan de cadenas. Nos permiten respirar.

Cerrar puertas es el ejemplo más sencillo de resiliencia. Que en psicología se conoce como la capacidad que TODOS tenemos en nuestro repertorio de recursos mentales para superar circunstancias traumáticas como la muerte, perder una casa, accidentes o asumir una separación o divorcio no deseados (al menos, a priori).

Al principio nos parece imposible que seamos capaces de superarlo. Inmerso en medio del luto, nos dejamos llevar. A la deriva.

Nos lo explican, nuestro cerebro hasta es capaz de verlo durante unos minutos; pero ese nudo en alguna parte del cuerpo que no nos deja respirar (llamado incertidumbre) puede más. Siempre puede más. El caos nos arrasa y el nudo nos recuerda que la inquietud, el desasosiego, la vacilación y la duda de lo que está por pasar, ha vuelto a ganar la batalla. Aunque la batalla ciertamente ya estaba perdida de antes.

Todos conocemos ese nudo; y también, de oídas, añoramos esa capacidad de resiliencia. La Asociación Americana de Psicología (APA) la define como “el proceso de adaptarse bien a la adversidad, el trauma, la tragedia, las amenazas o fuentes significativas de estrés”. El término procede del latín, de resilio (re salio), que significa volver a saltar, rebotar, reanimarse. Curiosamente es en ingeniería civil donde se usa para calcular la capacidad de los materiales para volver a su posición original tras soportar ciertas cargas o impactos que los deforman. Aunque tengo la sospecha de que el ser humano, a diferencia de otros materiales, jamás vuelve a la posición original. A veces se rompe, otras quedan cicatrices invisibles. Y otras veces surge una versión mejor.

La resiliencia se ha puesto de moda. Parece que a todos nos urge cerrar heridas , bloqueando todas las puertas de la incomodidad. Le hemos cogido manía al dolor, al cambio, a la incertidumbre, a no tener el control de la situación. Al sacrificio, al esfuerzo, a la falta de estímulos inmediato y de felicidad.

Lo queremos arreglar todo sin sufrir. Y lo peor, lo queremos ya. Pero como suele pasar en la mayoría de las cuestiones vitales, suele ser muuuucho más fácil la teoría que la práctica.

Aunque no pretendo profundizar, podemos hablar de la resiliencia psicológica, la emocional, la física y la comunitaria.

A menudo la reconocemos como fortaleza mental, pero la resiliencia psicológica alude a la capacidad mental de adaptarse (o al menos resistir) a la adversidad.

La resiliencia emocional permite conectar, comprender y organizar las emociones y los sentimientos en medio de un contexto de crisis personal. Toda situación desfavorable desencadena una avalancha emocional descontrolada en modo de ira, odio, tristeza o miedo. Vivir todas estas alteraciones de nuestro estado de ánimo nos ayudará a gestionar mejores propuestas y soluciones.

Y del tipo de resiliencia más desconocido e interesante que hay, es esa fortaleza o resiliencia física para recuperarse de enfermedades y accidentes. Numerosos estudios asocian todo esto con la vejez saludable. Un tema sobre el que podría extenderme largo y tendido en otra ocasión.

Por último, la resiliencia comunitaria recoge las habilidades, estrategias y capacidades de un grupo para responder y adaptarse a situaciones impactantes negativamente…. Y hasta aquí quería llegar: al grupo; ese apoyo necesario para rebotar o resurgir. Eso que lo hace todo infinitamente más fácil. La pata de la silla que está cuando uno no se sostiene solo. El pepito grillo que te sopla lo que tu cabeza ya sabe pero aún no eres capaz de ver.

Es un regalo saber aceptar la ayuda adecuada en el momento oportuno. Ser resiliente implica necesariamente saber recibir ese “algo” imprescindible para alcanzar lo que solos no conseguiríamos ni de coña.

Así que hoy, en realidad, no va de cerrar puertas. Hoy puede ser ese buen día para cantar una alegoría a la capacidad de rebotar, saltar o reanimar … con esa cuarta pata de la silla que siempre está. Saltando, reanimando, acompañando. Ese apoyo que asumió con gracia y sin juicios su rol de resiliencia comunitaria… quien lo diría, de rebote o casualidad.

Ser resiliente no es únicamente superar una situación traumática. Superar algo se hace casi sin darte cuenta, con el mismo paso del tiempo. Ser resiliente supone asumir y exponerse de nuevo a situaciones difíciles para alcanzar el cambio. Arriesgarse en donde una vez te salió mal, y lo perdiste todo, con la absoluta certeza de que ya pudiste una vez con ello.

No es solo aceptar la vida imperfecta con calma, sino estar conformes con ello porque se sabe que solo es una fase de la vida, necesaria para algo mejor. Supone cerrar puertas a pesar del temor. Implica estar dispuesto a soltar amarras, vencer apegos y confiar en las propias herramientas personales para afrontar el cambio. Es aceptar que puede salir mal y aún así intentarlo de nuevo. Es reconciliarte contigo mismo y permitirte, de nuevo, ser vulnerable.

Ser resiliente es estar dispuesto a sufrir para alcanzar lo que uno desea. Supone pedir y aceptar ayuda. Escuchar y estar atentos. Pero también desoír consejos. Insistir en ello y en ellos.

Y es que después de un vendaval que casi acaba conmigo, va llegando la calma. Esa que uno se promete a si mismo que se merece.

Juré que encontraría la manera de cerrar la puerta con una maleta llena de errores, dudas, aprendizajes, de fotos, de momentos, de personas. Jure que aprendería a mirarme imperfecta.

Juré también que encontraría la ocasión para darle las gracias a los portadores de ese caos, a las gotas de agua que colmaron el vaso. Jure que encontraría el valor y la oportunidad para darles las gracias por cruzarse en mi camino para cerrar puertas, para quitarme la venda de los ojos y dar paso a una puerta diferente … (como dice mi madre, una puerta mucho mejor). y en medio de todo ese trajín, en lontananza, dejarme un sin fin de regalos: entre tantos, la verdad, la vida, el afecto y la amistad. El amor propio y el de verdad.

Y qué mejor ocasión, cuando estamos celebrando la vida, la pascua, la natividad, los buenos propósitos de año nuevo y los nuevos comienzos. Que mejor día que hoy.

El portazo nos sacude. Y es esa sacudida la que nos devuelve algún día la paz mental. Una puerta cerrada convierte esos puntos suspensivos agónicos en los que nos resistimos, en un punto final que nos trae de vuelta a la vida.

Sin duda al cerrarse una puerta, un nuevo camino se abrió. Llegó la verdad, llegaste tú. Llegué yo. Llegamos nosotros. Bienvenidos los regalos que esa puerta cerrada, ese portazo atronador fue dejando en el camino. Gracias de corazón.

El entusiasmo es común, pero la resistencia es extraña. – Angela Duckworth

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