Penitencia

No hay mejor ciencia, que paciencia y penitencia»

 

Nunca escuchó un reproche tan tajante y categórico en su discurso. Nunca llegó jamás un sonido tan amenazante a sus oídos. Aquella frase se grabó en su memoria como fuego, como un mal presagio. El martilleo tañó durante meses en el silencio de su pensamiento: «su vida sería su propia penitencia». 

Aquella sentencia sonó a un castigo mayor, desproporcionado, que le perseguiría hasta Dios sabe cuándo. Que al mismo tiempo sentía no merecer.

O puede que sí. Y sintió un miedo atroz. Mezclado con el dolor de su conciencia. Como si esa penitencia no llevara ya arrastrándola la vida entera.

Maldita conciencia cuando funciona bien.  ¿O bendita conciencia?

El presagio se cumplió. Su vida se convirtió en su propia penitencia. Pero quién dijo que no se pudiera disfrutar de esa bendita penitencia. 

Lo que daba miedo fue su soberbia en esa acusación tan directa. De alguien que sólo intenta hacer daño. Porque ni el amor ni el odio de verdad pueden expresarse con palabras, y menos en una sola frase.

Se cae en la intención de hacer daño con frases letales cuando ya no queda ni el suficiente amor para el respeto. Cuando ya se había contagiado del exceso de soberbia por el poder durante un breve espacio de tiempo. 

La vida te hace caer en la misma piedra hasta que aprendes. Curiosa fue su sorpresa al descubrir que ella sí había aprendido. Aunque fuera con años de retraso. Hasta volver al lugar donde 10 años atrás tuvo que soportar las más duras penitencias. Y miró donde siempre había mirado para ver cosas que nunca había visto.

«Pero si algo habían aprendido juntos era que la sabiduría nos llega cuando ya no sirve para nada» (Gabriel García Márquez, El amor en los tiempos del cólera)

Nunca una penitencia había llegado en tan oportuno momento. Porque, querido rey de la perfección, la penitencia llega impuesta desde el escalón de un error más grave: el juicio. 

¿Quién será, pues, capaz de enjuiciar? Desde la humildad y la absoluta falta de soberbia se juzgan y se asumen solo los propios errores; esos que no nos permiten juzgar a los demás. Quizá sirvan para hacernos entender que los errores se cometen por alguna razón. A veces por miedo, por inseguridad,… Vete tú a saber.

Ni los buenos son tan buenos, ni los malos son tan malos. Sólo son errores de aquellos que intentan aprender en el camino. De los imperfectos. De los que viven. De los que se atreven. Lecciones que permiten comprender cuánto nos queda todavía por aprender. Cuánto por crecer. Y son precisamente los errores más graves los que crean empatía con los tropiezos de los demás.

Así que por esta vez su penitencia consistirá en guardar el dedo acusador en el bolsillo para no enjuiciar a los demás, ni siquiera a uno mismo. Para escuchar, comprender y apoyar al que se tropieza igual que nosotros. Para entender, para ver desde otro punto de vista. Para aprender a perdonar a los demás. Para asumir y seguir. Porque nunca debemos escupir hacia arriba. 

Gracias por el regalo de la penitencia que tu dedo acusador dejó en sus manos.

2 comentarios sobre “Penitencia

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