A pesar de que a menudo se crea que los borrachos y los niños no mienten, lo cierto es que trabajando con niños uno llega a la conclusión de que mentir es un aprendizaje que se inicia a muy temprana edad. A pesar de que gastamos enormes esfuerzos por enseñarles que no está bien mentir, somos los adultos los que les entrenamos, con nuestro ejemplo, en este peculiar arte de la mentira.
Esta semana una madre me pedía ayuda para tratar de evitar que su hijo no mintiera. A lo que yo me plantaba: ¿qué clase de valor se le otorga a la verdad en los tiempos que corren?
Me pregunto qué parte de responsabilidad tenemos en el hecho de crear en el otro la necesidad de mentir. ¿Será que a veces les llevamos a atentar “irremediablemente” contra la verdad por temor a las consecuencias?
Para mi tranquilidad, no puedo obviar el hecho de que las mentiras tienen mucha relación con la autoestima. Mentimos cuando nuestro ego se ve perjudicado, cuando nos sentimos vulnerables, cuando sabemos que lo que hemos hecho no está bien o cuando queremos dar una buena imagen de nosotros mismos. Estas mentiras, en principio, tampoco van cargadas de demasiada mala intención. Y si esto es así, resulta fácil llegar a la conclusión de que la mentira es entonces un mecanismo de defensa natural en el hombre, o puede que incluso un arma más para la supervivencia. Pero,¿dónde está el límite?
Miremos a nuestro alrededor (ya hablando de los adultos) y veremos que están los que se sienten culpables cuando mienten, aquellos que se engañan a sí mismos, los que se creen sus propias mentiras; pero lo que me preocupa de verdad, son aquellos que se quedan tal cual cuando regalan una trola. Y todos conocemos los que presumen de ser grandes habilidosos en el arte de mentir. Fanáticos.
Todos mentimos. Pero últimamente empiezo a creer que el embuste se está convirtiendo en un segundo idioma. Bien para resultar “competitivos”, para no parecer tan miserables o simplemente para sobrevivir en un mundo de potenciales mentirosos.
Y ni qué decir de la mentira piadosa… tan justificada! ¿Por qué creemos que al otro le dolerá más la verdad, que el hecho de sentirse engañado? Al fin y al cabo, la verdad al final siempre se escapa. Tardará más, o tardará menos. Pero siempre se escapa.
¿Cómo podemos enseñara los niños el valor de la verdad, si a estas alturas cuesta saber lo que es de verdad y lo qué no?
En definitiva, si algo se puede hacer con los niños, que realmente espero que si, solo se me ocurre lo siguiente:
- Ser honestos con ellos. La experiencia me dice que la confianza que ellos depositan en los demás no tiene precio.
- Procurar que en casa siempre haya un clima que favorezca el decir la verdad, reaccionando de forma razonable y coherente.
- Evitar utilizar la mentira como forma de evitar cumplir con una promesa. Si no se puede cumplir, mejor dedicar 5 minutos a explicarles que no ha podido ser.
- Jamás involucrar a los niños en las mentiras de los adultos. Dejarlos siempre al margen.
- Si descubrimos que dicen alguna mentira, debemos analizar los motivos que le llevaron a hacerlo y analizar si merece la pena.
- Recordar que nuestro ejemplo siempre será la mejor enseñanza.
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