Molinos y batallas

Mientras espero en la puerta de embarque de un vuelo eternamente retrasado lo observo sentado en el suelo, derrotado pero sonriente, acompañando a su “dama” mientras ella carga su móvil en el único enchufe de todo el aeropuerto.

Su cara me sugiere que el cansancio, la fiebre y el exceso de medicación se han apoderado de ella y no sabe si lo que ocurre en esa terminal es real o acaso lo imagina. Quién sabe si apenas es solo un vago recuerdo de algo que una vez sucedió.

Mientras ellos dudan de si es real o no, presencio y doy fe absoluta de que el mismísimo Alonso Quijano, Caballero de la Triste Figura, o como quiera llamarse, está sentado ahora mismo en el suelo con su armadura (y su afilada lanza) junto a ella. El resto de detalles de la historia no tienen más importancia.

Él es así. En medio de sus frecuentes jornadas bélicas hace tiempo que aprendió a ser el más considerado de los humanos con los demás, porque entendió que cada cual está “librando” su propia batalla. Y solía ser así, especialmente con ella. Ahora, solo la mira de reojo mientras ella, a estas alturas, ya no sabe ni a dónde mirar.

Él es a veces así. Cuando sabe que nadie lo observa. Incluso a veces es capaz, si encuentra la confianza adecuada, de ser el eterno caballero a pesar de las miradas ajenas. Disimula porque hace años compró el miedo a que volvieran a tildarlo de loco. Él que siempre alardeó de cuerdo. Más aún, si esa locura se intuyera que se alimentaba de un amor de novela ingeniosa. Por lo que pasaba su vida tratando de desmitificar una historia siempre cortés y a veces caballeresca con cierto tratamiento burlón.

En medio de la burla perdió, no sabe donde, su confianza en ella, en el mundo, incluso en sí mismo. Y quien solía ser considerado con las batallas de los demás y hasta perezoso para batallar con algo que no fuera un simple molino, de un tiempo a esta parte parece estar más enfrascado que nunca en una batalla sin fin. Una batalla con un solo frente abocado al fracaso: una batalla consigo mismo. Y ya decía Sócrates, mucho antes que Cervantes, que las peores batallas se libran en nuestro interior. Pero cualquiera accede al alma de este cabalgador de armadura algo oxidada, que yo apenas conozco.

Juego a imaginar que este caballero lo aprendió desde bien pequeño cuando tenía tímidos rizos en el pelo y con toda probabilidad ya encogía la nariz con ingenuidad para sostener los espejuelos.

Y seguramente estaba bien haber aprendido que a nuestra mente corresponde gobernar la conducta humana de los demás, y a veces también la propia; y es que esto se convierte en la pelea diaria contra todo lo que se puede mejorar, o contra lo que nos aleja de lo que debería ser (peor aún, de lo que nos impide alcanzar lo que queremos). Y estas son las guerras por librar de mi querido personaje de los libros de caballerías.

También aprendió desde niño que quien mantiene el aplomo y la entereza en circunstancias difíciles es hombre de honor; y los que no, dan pena. Y nadie odia más que él la compasión, aunque curiosamente sea quien más se compadezca de sí mismo. Y desde aquí puedo intuir que él lo sabe y por eso se enoja profundamente.

Y mientras lo observo embarcando por la puerta número 5 de este pequeño aeropuerto, cansando de disimular, superado por su propia armadura y rendido de tanto batallar, me parece entender que ha confundido que, en ocasiones, el aplomo y la entereza deja de ser valentía y honor, para convertirse en orgullo, ego y finalmente se trastorna en cobardía.

Puede que tarde aprenda, si es que es capaz de aprender algo distinto a sus nobles costumbres, que el ego juzga y el amor valora. Pero hace años que dejó de mirarse a sí mismo con amor, si alguna vez lo hizo. Por lo que, por más que quiera, no podrá (si no aprende) a mirarla a ella con amor, mientras cabalgue con un petate de orgullo y pavor en su montura.

Fue así como, quien fue ejemplo de nobleza, lealtad, y señorío ante el agravio, por gastar energías en un batalla imaginaria cual Hidalgo de La Mancha, ahora es incapaz de mantener la palabra dada, ni dejar de incurrir en el desprecio ante lo que él siente como afrenta. Así es Don Quijote, que siempre fue caballero, quien hace tiempo ya perdió…¿el juicio o la esperanza?

Ojalá fuera el hidalgo capaz de aceptar que todo lo que siente son también manifestaciones de señorío y clase humana. Ojalá entendiera que sus enemigos no son más que aspas de molino que giran porque soplan vientos de cambio. Que no hay batalla que librar, más que consigo mismo. Pero entonces… dejaría de ser ese testarudo hombrecillo de la Mancha. Y no sabría ni siquiera quién ser.

¿ Y ella? Mientras él intenta atrapar pájaros en su cabeza y luchar contra molinos, ella busca en su móvil ya cargado, la historia de su enamorado para tratar de entender su locura de luchar contra molinos (esos que ella a veces también ve). Dudando si lo que ocurrió en medio de este aeropuerto era real o nunca lo fue. Si la fiebre, un vago recuerdo o la fe le han hecho imaginar una historia que nunca debió suceder.

Porque ella quiso luchar contra molinos solo por ir a donde fuera con él. Pero en su torpeza y testarudez, en lugar de emprender la batalla junto a ella, en medio de su locura por la lucha, la confundió con un molino que le afrentaba.

Así que Sancho, si mañana lo ves en una nueva batalla, dile al oído que piense en ella. Que ha abandonado esta guerra imaginaria, porque ninguna guerra merece el esfuerzo si no puede vengarla con él. Que ninguna victoria merece la pena, si no puede vencerla junto a él.

https://cvc.cervantes.es/literatura/clasicos/quijote/edicion/parte1/cap23/default.htm

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