Terapeuta vital

«Y si un día no tienes ganas de hablar con nadie, llámame… estaremos en silencio.»

Gabriel García Márquez

Es curioso cuánto podemos aprender de un niño. De él todavía más.

Llegó para colmar de felicidad a unos padres que lo deseaban con todas sus fuerzas. Que lo hicieron todo para acogerte.

Pero también llegó para enseñarnos como el amor puede sanarnos. Para comprobar como un auténtico aluvión de cariño, protección y amparo pueden enderezar la misma vida. Para recordarnos que aunque uno parta en desventaja en el inicio de la vida, llegan oportunidades para reconstruirnos de cero. Llegó para demostrar que el amor de verdad todo lo puede. Absolutamente todo, por muy feas que se pongan las cosas. Porque el amor es así, está por encima de todo.

Me mira con ternura y me recuerda la última vez que hablamos. Habla sin parar y hace una descripción exacta de la situación. Casi olvido que tiene 11 años.

Y sin previo aviso me convierte en «terapeuta vital». Me gusta como suena. Cuando le pregunto qué significa, su respuesta me conmueve: eres la persona que me explica cómo funcionan las cosas importantes de la vida.

Me encanta como me lo explica, pero sus altas expectativas me hacen tambalear. Ojalá supiera y tuviera las herramientas para hacer algo tan maravilloso como eso. Sería auténtica magia. Mi trabajo sería entonces el mejor oficio del mundo. Y es que, aunque honestamente no tenga ni idea de cómo funciona la vida, a veces, realmente siento que tengo el mejor trabajo del mundo. Porque en cada niño, en cada adulto, en cada familia hay algo que me recuerda que a pesar de que cuesta tanto encontrarlo, el amor hace milagros.

Porque en esa habitación en la que te recibe un «terapeuta vital», por muchas dificultades, batallas y desventuras que haya que librar, hay días en los que casi como por arte de algo parecido a la magia se consigue hacer algo bien. Una minucia. Pero el día se convierte en un día mejor. Para ellos, pero más para mí.

Es una suerte poder escuchar qué sienten las personas, aprender de ellos y con ellos. Es una verdadera responsabilidad que te abran una ventanita a su mundo. Que transites de puntillas por lo más íntimo, que compartan contigo sus miedos, sus incertidumbres, sus inseguridades. Incluso que, pasado el tiempo, celebren contigo su alegría por haberlo superado. Y en medio de esa fiesta se acuerden de ti.

Que te digan con gestos, miradas, (incluso con lo que no se atreven a decir) lo que ellos todavía ni saben y queda en la sombra. Porque la habitación de un «terapeuta vital» es un lugar inicialmente incómodo donde se acude para descubrir que la culpa no es del otro. Tampoco propia. Para desmenuzar nuestra alma y poner de nuevo sus trozos en orden. Para aprender. Para superarnos.

La culpa no existe. Y aunque insistimos, pensar en ella no ayuda. Solo hay que centrarse en sanar, en limpiar heridas, en volver a lugares donde en un tiempo pasado sentimos un dolor que nos pareció irreparable, para poder comprendernos.

Comprender. Escuchar para comprender. Comprender para perdonar o perdonarnos.

Esa es la clave: perdonar. Y seguir.

Y es así como poco a poco ese espacio deshabitado de la sala de visita, tosco y frío, se va convirtiendo en algo más cálido. Desaparece lo que se ve a través de la ventana, las paredes, la mesa… Y uno se encuentra de cara consigo mismo y con lo que nos lleva atormentando. Y en medio de tanta oscuridad, aparece la calma. Reconforta.

Porque a esa habitación no acude quien tiene problemas, problemas tenemos todos. No entran los locos, locos estamos todos. No vienen los amargados, amargura arrastramos todos. No tienen cita los trastornados, trastornos compartimos todos. Los acomplejados, porque complejos enfrentamos todos.  

A esa habitación ENTRA quien quiere resolver y no seguir en la sombra. Quien quiere vivir, y no sobrevivir. Quien quiere aceptar y no batallar. Quien quiere perdonar y vivir en calma. Quien quiere aprender y seguir creciendo.

Acuden los valientes. Los que quieren sanar su alma para no lastimarse más ni lastimar a nadie.

Y en medio de la lluvia de malos entendidos, de la perspectiva de verdad absoluta en la que a veces equivocadamente habitamos, de rencores inútiles en los que nos alojamos,  en esa habitación la vida se detiene. Y te abraza.

Te sienta en una silla vacía porque nuestro propio yo viene a hablarnos, a rogarnos, aunque no sepamos ni hacerle caso.  

La vida entonces te habla por medio de otra voz desconocida. Te recuerda cosas que sin querer habías olvidado. La realidad deja de atormentarte por un momento para abrirte el pecho y dejarte respirar.  Para hacernos caso. Para ser cómplices de nuestro propio yo. Y darnos una tregua.

Me gusta pensar que en ese abrazo nos recordamos mutuamente que solo llegamos a este mundo para vivir. No a luchar, ni a ganar, ni tener razón, ni a saldar deudas, ni siquiera a ser perfectos.  Solo a VIVIR y a aprender mientras vivimos.

En definitiva, para un «terapeuta vital» su oficio no consiste en aplicar recetas mágicas. No se trata de cambiar vidas. Ni de salvarlas.  Efectivamente no se trata de hacer magia, aunque a veces la magia ocurra y haya vidas que cambian. Incluso hay personas que de verdad se salvan. Doy fe.

Es un sentimiento inexplicable ser acompañante, testigo o vestigio de aquellos quienes se atreven a cambiar la suya, sea como sea. Y te dejan ser particícipe de ello.

«Conozca todas las teorías. Domine todas las técnicas. Pero al tocar un alma humana sea apenas otra alma humana» – Carl G. Jung-

2 comentarios sobre “Terapeuta vital

  1. Me encanta ese título «Terapeuta vital».
    Nunca dejes de escribir, lo haces muy bien.
    Deduzco que cuando es terapeuta vital escribe tanto y tan acertadamente es porque se encuentra equilibrado y en paz.
    Y eso me alegra.
    Gracias.

    Le gusta a 1 persona

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